Es un hecho incontrovertido que Alfredo Pérez Rubalcaba era un parlamentario excepcional, eficaz en sus argumentos y mortífero contra sus adversarios. Por tanto, no me entretendré en esta pieza en sumar adjetivos a su trayectoria, sino que intentaré transcender a la substancia, a su manera de entender y poner en práctica su condición de diputado.
Siempre aprecié en Rubalcaba, ante todo, un respeto hacia la arquitectura institucional de España y, en especial, al Parlamento como la sede de la soberanía popular. En uno de sus discursos mejor trabados recordaba a su bancada que “nuestra Constitución sólo reconoce una soberanía: la soberanía popular. No existe una soberanía real y otra popular”. Extramuros del Congreso, hay, sin duda, la participación propia de una democracia viva. Pero conviene que los parlamentarios recuerden que el Congreso de los Diputados merece el respeto que supone ser la representación de esa única soberanía, concertar la voluntad de todos los españoles y expresarla legislatura tras legislatura. Para los parlamentarios, llamémoslos clásicos, nuestro Parlamento existe para representar a los españoles, no para entretenerlos. Para explicarse y convencer a los ciudadanos y no para espolear audiencias.
Esto no impidió que algunos, muchos de los debates que protagonizara Pérez Rubalcaba —especialmente cuando su contrincante lo igualaba en altura— concitaran gran expectación y llegaran al público masivo con su dialéctica encendida y apasionada. La brillantez no necesita atrezo. No le hacía falta exhibir sus principios en eslóganes de camiseta, ni acarrear impresoras al hemiciclo para ganarse fácilmente la foto del día. No. Su mérito fue hacerlo construyendo discursos y titulares que aún resuenan en nuestra memoria.
Una mochila propia
Algunos pueden ver en ello el arte de la improvisación de una mente privilegiada. Nunca presumió de ello. Tan solo de ser “un trabajador infatigable”. Su respeto a la Cámara le hacía ir preparado, con el tema leído y releído, estudiado, trabajado y planificado. Presumía de que su carrera política era la de un estratega. Una loa a la paciencia frente a los tiempos actuales de tácticas apresuradas que duran lo que dura un tweet, literalmente, un pío.
Rubalcaba fue un político de raza. Sin duda. Pero no sólo eso. Decía de sí mismo que era único y dual: “Quien les habla pertenece a los dos gremios, político y científico”. Llegó a la política con su mochila propia, con una formación previa que le había amueblado la cabeza y que le daba la independencia de la que, en ocasiones, se ve privado aquel cuya vida depende del cargo.
Si cuando estaba en política, afirmaba: “Yo vivo con la química. Cuando me siento en mi mesa de trabajo tengo frente a mí un sistema periódico, que me apasiona”, sin duda, en sus últimos meses su mesa de profesor tendría una pila de periódicos abiertos por la sección de política, porque esta vocación, si es auténtica, difícilmente se pierde.